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Análisis de Tunic

Una isla misteriosa, un zorro silencioso y una aventura en la que nada es lo que parece. Tunic es toda una sorpresa.

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Creo que es imposible hablar de Tunic sin pensar en Zelda. Cualquier tráiler o imagen, cualquier toma de contacto con este juego derrocha tintes' zelderos' por los cuatro costados. Pero, ¿sabéis qué? La aventura de este zorrito solo tiene de aventura de Link lo que pinta su superficie. El título desarrollado por Dicey es familiar y distinto, es adorable y sorprendentemente exigente. Es una odisea que me ha tenido totalmente enganchado estas últimas semanas.

Para quien no lo conozca, apareció por primera vez en el E3 de 2017. Su desarrollo empezó a cargo de una sola persona que logró captar la atención de Xbox y de Finji para poder plasmar la idea que tenía. Una idea que apela sobre todo a la nostalgia de los que ya empiezan a peinar canas, porque si algo quiere Tunic es devolvernos a la época de los manuales de instrucciones, a la sensación de descubrimiento de aquellos juegos que dosificábamos cuando lo que más nos preocupaba era aprobar un examen o madrugar en fin de semana para desayunar viendo los dibujos que echaban por la tele.

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Dejemos las cosas claras. Esto es una aventura que sí, coge ciertos matices de Zelda, sobre todo del original de NES, le añade los entresijos habituales en los Metroidvania y lo remata con el picante propio de un Dark Souls. Tendréis que disculpar esta última referencia, pero es la mejor forma de plasmar la dificultad que pueden presentar algunos de sus jefes y, además, es algo que ha reconocido el propio autor del juego. Aunque no os preocupéis, no llega a tener esos exasperantes picos de dificultad propios de FromSoftware ni por asomo.

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Lejos de tener una estructura 'mazmorrera', Tunic te lanza a un mundo enorme que, a su vez, es el mayor puzle del juego. Olvídate de rompecabezas, la cabeza te la romperás buscando los rincones por los que avanzar, consultando un mapa al que agradeceríamos que fuera más grande, dando vueltas por escenarios hasta ver un pasadizo que se te había escapado o descubriendo una mecánica que siempre estuvo ahí, pero de la que no te habías percatado porque nada la indicaba.

En tus andanzas como héroe zorrito, dispones de un sistema de combate muy simple, con un esquema de fijado de objetivo necesario para centrar los golpes que lanzas y otro de aguante y magia que obliga a controlar las veces que ruedas y que usas objetos mágicos. A esto hay que sumar que, a medida que avanzas, consigues objetos asignables a botones para tener nuevas habilidades, como un gancho que atrae a enemigos, una vara que lanza bolas de fuego y otras muchas cosas más. También puedes mejorar tus estadísticas consiguiendo determinados objetos y dándolos como ofrendas en estatuas que hacen las veces de puntos de control. Y cuando mueres, pierdes dinero necesario para comprar objetos, aunque puedes recuperarlo si tocas tu alma en el lugar en el que moriste.

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Sí, esto, combinado con la presencia de ciertos objetos coleccionables y un amplio mundo con diferentes secciones y paisajes, no parece ir más allá de lo habitual en los juegos que he citado antes como referencias. ¿Qué tiene entonces Tunic que realmente lo haga especial? Podría deciros que el hecho de que el manual de instrucciones sea un coleccionable que completas encontrando páginas desperdigadas es una buena pista, pero solo estaría rascando la superficie de su carácter único.

Cuando llevas poco tiempo jugando a videojuegos, es más difícil entender su lenguaje. Casi todo huele a nuevo y tienes que detenerte a observar, chocarte de bruces contra muchos muros, experimentar, comenzar a entender la lógica que los define y, sobre todo, buscar información o apoyarte en esos manuales que ya se estilan más bien poco. Con el paso de los años es más fácil leer este lenguaje, notas olores que te son familiares, te cuesta menos en detectar patrones, mecanismos y hasta técnicas de diseño. Tardas menos en hacerte con el control.

Lo realmente interesante de Tunic no es que sea un juego de mazmorras y exploración con un aspecto bonito, es que logra que apenas entiendas nada de lo que está pasando desde el primer minuto. Ver a este simpático zorro despertar en una playa sin tener ni idea de a dónde ir, con unos letreros escritos en un lenguaje (aparentemente) inentendible es el primer indicio en esta senda de desconcierto que construye su aventura. Poco a poco, entiendes que bajo este aire adorable hay algo que no cuadra como pensabas.

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Sus puzles, en realidad, se despliegan en distintas capas. Los superficiales son los necesarios para avanzar en una trama que casi no se entiende hasta el final, pero este mundo esconde mucho, muchísimo más, empezando por un manual de instrucciones cuyo verdadero significado va más lejos de lo que cabría imaginar. Su verdadero corazón está en esos rompecabezas ocultos y mecánicas que siempre acaban acompañados de un "¡Aaaaahh!" que llevaba mucho sin soltar accidentalmente con un videojuego. Esos momentos que aparecen cuando empiezas a leer a Tunic y no te limitas a mirarlo.

Podría decir también que Dicey ha hecho algo de trampa para desconcertar al jugador, pero me cuesta argumentar en su contra cuando su premisa obliga a salirse de los márgenes a la hora de pensar. Cuesta seguir el proceso que ha tejido, pero sus piezas encajan poco a poco, su lenguaje empieza a ser visible y es ahí, justo en ese momento, cuando verdaderamente conectas con él.

Ay, si me hubiera detenido antes a intentar entender lo que puede significar una cruz...

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También es importante entender que la verdadera propuesta de Tunic puede ser original y encantadoramente nostálgica, pero es un arma de doble filo. Moverse en un mundo en el que todo parece ser un gran acertijo, y en el que las pistas resultan tan crípticas, puede ser algo demasiado retorcido para muchos. Hay quienes conectarán con él por su aura, por su preciosa dirección artística, su simple combate o su sutil música (los matices de Chrono Trigger en la canción del primer bosque son innegables) y a la vez lleguen a odiar cómo se niega a dar pistas fáciles. Y es totalmente lógico.

Empieza pareciendo un Zelda con tintes de Souls, pero cada hora de partida es un kilómetro más que se aleja de ambas franquicias. Al final, Tunic es un juego que, aunque tiene unas raíces obvias, sabe construir una experiencia con identidad propia, que llega a romper la cuarta pared para que te adentres todavía más en ese misterioso mundo que ha construido. Lo reconozco, todavía me cuesta entender su historia y me quedan misterios por resolver, pero tengo claro que es de lo mejor que he jugado este año.

Tunic
09 Gamereactor España
9 / 10
+
Su apartado audiovisual es toda una delicia. Las mecánicas de combate son muy simples, pero cumplen con creces. Sus verdaderos puzles son toda una sorpresa.
-
El afán que tiene por ser críptico puede jugar en su contra. Un sistema libre para apuntar le sentaría como un guante.
overall score
Media Gamereactor. ¿Qué nota le pones tú? La nota de la network es la media de las reviews de varios países

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